Al leer la Biblia encuentro muchas historias de milagros o de eventos que parecieran ser causados por factores que están más allá del alcance del poder humano. Como cristiano yo acepto la autenticidad de esos relatos, pero como estudiante de ciencias me parece que contrarían las leyes observables de la naturaleza. ¿Cómo puedo integrar mi fe en Dios, mi confianza en la Biblia y mi progresivo conocimiento de la ciencia? — Un lector inquisitivo.*
En esta declaración encuentro que hay varias suposiciones y preguntas implícitas. Las trataremos en orden. Primero, el fenómeno del milagro como un hecho mencionado en la Biblia. Desde David Strauss hasta Rudolf Bultman, los teólogos han tratado de interpretar el cristianismo sin milagros. Pero nuestro lector está en lo cierto: el registro bíblico contiene muchos eventos que son inexplicables dentro de lo que aceptamos como parte de nuestra experiencia normal. En consecuencia, no es posible aceptar la Biblia como la Palabra de Dios y negar los milagros que describe. Esto es especialmente cierto en el caso de los relatos de los Evangelios concernientes a Jesucristo.
Por ejemplo, hay veinte narraciones de milagros y varias descripciones de saneamientos en el evangelio según San Marcos, las que abarcan aproximadamente un tercio de su contenido. De manera que muy pronto el lector bíblico se ve confrontado con el fenómeno de los milagros. Algunos de ellos, como la calma de la tempestad (Marcos 4:35-41) podrían ser clasificados como “coincidencias” milagrosas y en consecuencia no serían “contrarios a las leyes observables de la naturaleza”. Sin embargo, muchos otros, como la espontánea desaparición de una lepra declarada, o el de caminar sobre un lago tormentoso erizado de olas (Marcos 1:40-45; 6:45-52) son eventos ajenos a una experiencia normal. Y no hay duda de que esos relatos provienen de actos generados por Jesús mismo. No son invenciones mitológicas póstumas originadas por la iglesia cristiana primitiva. Como lo ha demostrado Graham Twelftree, un Jesús sin milagros no es el Jesús de los Evangelios, ni el Jesús de la historia.[1]
Segundo, ¿cómo describimos un milagro? Nuestro lector sugiere que son “eventos que parecieran ser causados por factores que están más allá del alcance del poder humano” y eventos “que contrarían las leyes observables de la naturaleza”. La palabra “ley” de esa declaración puede resultar desorientadora. Una ley natural es más bien una manera taquigráfica de describir lo que la gran masa del público ha estado observando bajo las mismas condiciones la mayor parte, si no todo el tiempo. Si nos preguntamos de dónde provienen estas coincidencias observables de la naturaleza o “las leyes”, confrontamos una alternativa: o son simplemente lo que son, o provienen de una inteligencia suprema. Nuestro lector parece aceptar la última. Pero en cuanto se acepta la realidad divina, la posibilidad de un milagro se traslada a otro plano.
Tan pronto como se considera la sabiduría de Dios como el ingrediente indispensable que da significado y racionalidad al universo y nos da mentes con las cuales discernir las leyes de la naturaleza, entonces la extraordinaria actividad de Dios en el mundo no puede ser limitada sólo a un terreno lógico o incluso empírico.
Y digo “extraordinario” en lugar de “sobrenatural” porque yo creo que Dios no sólo está presente en los eventos o acontecimientos milagrosos de los Evangelios, sino que lo está también en los acontecimientos comunes de la vida. Él está tan presente cuando enterramos a nuestros muertos como cuando Jesús levantó a Lázaro de la tumba. En el caso de un milagro, es la modalidad y no el hecho de la actividad de Dios lo que resulta diferente.
Tercero, ¿cómo integramos la fe y la ciencia? Los milagros tienen que ser consistentes con el carácter y los propósitos de Dios. No son sólo maravillas o curiosidades destinadas a ser exhibidas en algún show televisivo como ¡Créase o No! ¿Por qué Dios en ocasiones revela su presencia haciendo temporariamente una excepción en el ritmo habitual de la naturaleza? Esto debe ser así porque dicho evento es consistente y acorde con el patrón de acción divino. Los milagros para el cristiano nunca son acontecimientos arbitrarios, triviales o caprichosos. Están anclados en la fe.
En los Evangelios, la fe es tanto la preparación para aceptar los milagros como el producto de los milagros realizados por Jesús. La resurrección de Jesús es, desde luego, el milagro supremo del evangelio y la base real del cristianismo. La base para creer en ellos resulta convincente, pero no es la cantidad de evidencia lo que puede convencer a aquellos que en principio asumen la imposibilidad de semejante acontecimiento. La ciencia en su mejor expresión engendra un espíritu de humildad y de investigación. La humildad ante la fe y ante la ciencia es la mejor actitud para lograr armonizar estas dos esferas del entendimiento.
Norman H. Young (Ph. D., Manchester University)
Enseña teología en el Avondale College, Australia.
Este artículo es una versión abreviada de su ensayo The Question of Miracles, tomo I, en la serie Christian Spirituality and Science, publicada por la Avondale Academic Press.
*Publicado en la revista Diálogo Universitario 13/1 (2001), 19.
[1]Graham Twelftree y Downers Grove, Jesus the Miracle Worker (Illinois: InterVarsity Press, 1999).
[1]Graham Twelftree y Downers Grove, Jesus the Miracle Worker (Illinois: InterVarsity Press, 1999).
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